El sol se prodiga sobre la mesa del comedor de diario. Nombrar su bondad forma parte del rito del almuerzo y resulta necesario como pronunciar la gratitud.
Pero no conseguimos proceder igual que siempre. El ruido, continuo, nos compulsa a tenerlo más presente que ninguna otra cosa.-¿Cómo sabe que es un ómnibus? -Le pedí a tu tío que se acercara y viera.El hermano sólo gasta un movimiento de cabeza para avalar su informe. La explicación del trámite está implícita: desde que eso empezó, ella se siente aturdida y molesta y se ha inquietado, a cuenta, por el hijo.Mi tío opina: -No puede durar. Un ómnibus viene y se va.El ruido, presionándome la cabeza, me empuja a cuestionar: -"Viene y se va", eso es una frase. Viene y se va cuando anda por la calle. ¿No se da cuenta que este ómnibus es diferente, que está injertado en nuestra casa? ¿No lo oye, acaso? ¡Claro, no tendrá que soportarlo, usted no vive aquí!...La cuchara, suspendida en el aire, desbordando la sopa -esa única respuesta de la sorpresa de mi tío- achica mi vehemencia y me hace callar, mortificado.En el silencio de los tres, ordeno las razones con que él podría moderarme: yo descargo sobre él mi agresividad y mi cólera y al hacerlo me equivoco de sujeto y me pongo injusto con torpeza; no acato la posibilidad de que el ruido de repente se apague y no regrese, me encarnizo en la suposición de que el problema se ha posesionado del futuro y ya nunca nos dará un respiro; descuido atender que lo normal de un ómnibus es circular por ahí o por allá, siempre afuera, y que un motor en marcha, si el coche no anda, es antieconómico y está sometido, nada más, a una prueba transitoria.Digo, corrigiendo el atropello que también rozó a mi madre: -Bueno, ya pasará; de lo contrario, tendremos un remedio legal para que pase.No obstante, sobre esas mismas palabras me arrepiento, porque es como adquirir el compromiso de entablar una oscura batalla para la cual no me hallo bien dispuesto: denuncias, no sé a quién; comprobación, pruebas, alegatos; la sanción para los otros; para mí, la hostilidad de los culpables, aún innominados. Para mí, el ruido se interrumpe con la segunda porción de la jornada que debo dar a la oficina.De vuelta, la vereda de mi casa marca el límite del recelo: más allá pueden encontrarse planteadas las condiciones definitivas para una lucha
Adentro sólo están mi madre y los benignos ruidos domésticos.No pregunto cuánto más duró aquello. Mi madre no me infiere ningún recuerdo verbal; pero su rostro y sus ojos están fatigados y su administración de la cena denuncia la prisa por llegar al lecho.
De: "El hacedor de silencio"
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