martes, 24 de marzo de 2009

Daniel Moyano

Era un violín con un sonido más bien tirando a grave, tipo Guarnerius, de medida un poco mayor que las normales. El que no estaba acostumbrado a él encontraba las notas un tanto desplazadas. La cuarta era de maravilla, como de musgo suave y verde oscuro. Estaba firmado por un artesano de nombre probablemente checo, casi ilegible, Gryga, o algo así, nombre que sin embargo lo sacaba de la triste familia de los violines de serie y lo llevaba a la categoría de violín de autor, por más desconocido que éste fuese. Llegó a la provincia a principios de siglo, desde Chile por la cordillera, o sea a lomo de mula. Lo trajo un húngaro que anduvo probando suerte en esas soledades, en tiempos de mucha escasez. Como las cuerdas eran de tripa, una noche se las comieron las ratas. Del inmigrante húngaro no se supo más, y el Gryga quedó en la provincia, seguro que en pago de una deuda. De la mano de los folcloristas se convirtió en un violín fiestero el Gryga, pasando de las czardas a las vidalas como si nada. Como un checo aindiado se presentaba alegremente en casamientos y bautismos, y en Navidad se asomaba a los pesebres y a los villancicos. En su época folclórica le llamaron El cogote largo, por tener el diapasón (de ébano) casi un centímetro más largo que los normales. Desde que llegó a mis manos lo llamé siempre Gryga , y la gente enseguida se acostumbró. Che, qué bien está sonando el Gryga . Claro, tenía una cuarta muy dulce, y el equilibrio con las otras cuerdas era perfecto, tanto en timbre como en intensidad, a pesar de sus pequeños errores formales. Si no hubiese quedado bajo la lluvia y caído a tierra con las hojas de parra, andando el tiempo hubiera conseguido que la gente dijera Gryga como quien dice Stradivarius. Era sólo una cuestión de tiempo. Hoy nadie sabe qué es un Gryga. No sé bien cómo llegó a mis manos. No recuerdo los detalles. El Gryga simplemente estaba en mi casa, ocupaba un lugar y un peso en mi memoria. Envuelto en seda y dentro de su estuche, estaba. Era el violín que tenía que tocarme, y no otro. Me lo trajo la suerte. Ahora estamos en mejores condiciones de hablar del barco que saca del país a los setecientos indeseables. Me parecía arbitrario empezar la historia por ahí, sobre todo teniendo en cuenta que cuando ellos dijeron mi nombre bajo la parra y yo volví la cabeza desde el brillo del violín y vi sus caras bajo viseras y los fierros negros que sostenían, que no son ni débiles ni milagrosos ni porosos, y ya no pude ver ninguna otra cosa en mucho tiempo, cuando oí sus voces en un tono que no era el de mi provincia, y sentía que ese ¿Rolando? desataba otros hechos, los engendraba en un hágase la luz, en ese mismo momento empezaba a balancearse en el puerto el barco que me sacaría del país, en ese mismo momento ya estaba en Buenos Aires a mil doscientos kilómetros del Gryga, ya me estaba yendo para el otro lado del mar mientras el violín conocía el olor de la tierra en trances otoñales, hormigas y escarabajos buscaban la humedad de las hojas que llenaban sus concavidades íntimas, en ese mismo momento yo estaba pidiendo prestado un viejo caserón de piedras y un invierno europeo y un mar próximo y un faro en tempestades y una lluvia furiosa afuera sobre el jardín sombrío y la aldea dormida para contar la historia mientras el farero de barbas blancas o dolientes hace girar luces sobre mares y desgracias.

Fragmento del “Libro de navíos y borrascas”

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